Carmen miró el teléfono
recitando de memoria los nueve dígitos que podían suponer una
escapatoria. No sabía si al otro lado de la línea encontraría una
amiga o una enemiga, ya nada importaba. Apenas pasaban unos minutos
de las nueve de la noche cuando apuraba la segunda copa de vino, una
para atreverse a marcar aquel número, la otra para comportarse en la
conversación. El auricular chocaba con el pendiente produciendo un
ruido seco y constante que la despistó hasta que el tono llenó su oído de esperanza.
—Hola —susurró en
cuanto escuchó un dígame al otro lado, como un naufrago lanzando un
mensaje en una botella.
—Menuda sorpresa,
teniendo en cuenta los años que han pasado pensé que nunca
llamarías —la voz que contestó sonaba cansada y ronca, machacada
por los años de fumar cigarrillos hasta altas horas de la madrugada
y beber vasos de vino en primeras citas que nunca llegaban más allá
del “ya te llamaré” —. ¿Cuánto hace?
—El mes que viene, un
año.
En el silencio telefónico,
Carmen escuchó a su interlocutora dar una sonora calada al
cigarrillo que fumaba, soltando el humo de golpe, con ansia.
—Veo que no has dejado
ese hábito tan desagradable.
—De algo hay que morir,
ya que por desgracia que te rompan el corazón no es suficiente.
El reloj se
entrometió en la conversación, marcando la ausencia de palabras a
golpe de tic-tac. Carmen enredaba sus dedos en el cable de teléfono
y contaba las vueltas como si fuese un rosario. Se prometió a sí
misma separar los labios y dejar salir aquellas palabras que le
oprimían el pecho después de contar hasta tres. Cuando alcanzó la
cuenta de doce, por fin un suspiro rompió la espera paciente de su
oyente.
—Necesito salir de aquí
por una temporada, desaparecer, quizás desvanecerme y volverme a
componer.
—Menos mal, por un
momento llegué a pensar que llamabas sólo para preguntarme por la
vida.
—Mañana cogeré el
tren, te llamo cuando llegue.
—Aquí te espero. Aparte
de eso, ¿no hay nada más, verdad?
—No
sabría decir. Supongo que no. Quizás. A veces... —Interrumpió la
frase de golpe con los ojos acuosos —. Mejor espero a verte y
contártelo cara a cara.
—¿Qué
tal está él? —preguntó, incapaz de saber si se atrevería una
vez la tuviese delante.
—Supongo
que tan cabrón como siempre.
Ambas
rieron al teléfono como dos viejas amigas. Por un instante, fue como
si no hubiese pasado el tiempo, como si ayer mismo hubiese sido la
última vez que hablaron.
—Ya
te pondré al día.
—Mañana
saldré a comprar vino y comida para el fin de semana, así tendremos
tiempo de estar juntas, sin interrupciones. Veinte años se merecen
eso y más.
—Creo
que son casi treinta los que han pasado.
—Calla,
no me hagas sentir más vieja de lo que soy.
Esta
vez la carcajada fue mucho más discreta. Carmen colgó el teléfono,
a sabiendas de que la conversación había terminado. Miró
alrededor, encontrando la habitación diferente, como si la hubiesen
iluminado y el techo estuviese más alto. La maleta a medio hacer
seguía abierta sobre la cama, esperando las últimas cosas, y la
carta de despedida para que sus hijos no se preocupasen lucía en un
sobre cerrado. Ya eran mayorcitos como para no necesitarla cerca
durante una temporada.
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